«Queer» de Luca Guadagnino es una película compleja que solo se puede entender completamente si se la compara con el «Queer» original de William S. Burroughs para extraer las claves de sus acordes y desacuerdos.
El «Queer» de Luca Guadagnino me ha pillado por sorpresa. En serio que no me esperaba para nada lo que encontré (y gocé) en las dos horas y cuarto de esta película que adapta de forma realmente libre la mítica novela de William S. Burroughs que fue el corazón de una trilogía («Yonki» / «Queer» / «El Almuerzo Desnudo») protagonizada por un William Lee que el autor nunca se preocupó en disimular como su propio alter ego.
Pero, a ver, ¿qué es lo que realmente esperaba yo de esta adaptación? A tenor de lo visto en el tráiler y en la promo de la versión de Guadagnino, tengo que reconocer que esperaba una visión más colorida, romántica e idealizada del original de Burroughs. Una versión en la que, más que probablemente, se filtraran tanto la dulzura y el sufrimiento de «Call Me By Your Name» como la hipersensualidad homoerótica de «Rivales». Puede que con una pizquita de las atmósferas inquietantes, aterradoras y oníricas de su remake del «Suspiria» de Dario Argento.
Pero me he encontrado algo muy diferente por mucho que esta siga siendo una película de Luca Guadagnino al mil por cien. Aquí está la celebración de una sensibilidad gay clásica (esa sensibilidad gay de antes de la irrupción de internet) basada en un sublime trenzado del culteranismo elevado y la mariconería callejera. También están el uso romántico (es decir, del Romanticismo) de los escenarios como metáfora directa de los estados emocionales de los personajes, en este caso con el uso de escenarios pintados a mano que remiten por igual tanto a la era dorada del melodrama hollywoodiense en Technicolor como a practicantes imprescindibles de la mariconería cinematográfica como Fassbinder o Jarman.
En «Queer» vuelve a estar presente la simbología erótica, cambiando los albaricoques de «Call Me By Your Name» (por poner un ejemplo) por ese ciempiés que sintoniza con el uso surrealista de los insectos como símbolo del deseo sexual. Y, obviamente, Guadagnino vuelve a contar con Trent Reznor y Atticus Ross para facturar una banda sonora con la que impactar y cambiar directamente el significado de ciertos actos, tal y como ocurre con unas escenas de sexo que se vacían de toda sexualidad y se empapan de desasosiego, peligrosidad y discordancia gracias al uso de la música.
Hasta aquí, todo lo que cabría esperar de una adaptación de «Queer» por parte de Luca Guadagnino… Lo que nunca habría esperado, lo que me sorprendió tanto, es que el director italiano consiguiera sublimar la novela original por la vía de la traición. Y esto es algo que solo puedo explicar analizando los dos «Queer» que aquí conviven: el de Burroughs y el de Guadagnino.
El «Queer» de William S. Burroughs

Empecemos por el origen. Lo inesperado de esta traición a Burroughs por parte de Luca Guadagnino viene motivado en parte por el hecho de que, en anteriores ocasiones, el director siempre ha sido respetuoso al máximo (y casi hasta la literalidad) con sus materiales de partida. Así ocurrió tanto con el «Call Me By Your Name» de André Aciman como con el «Suspiria» de Dario Argento.
Y así podría ocurrir en esta «Queer» que celebra a su autor original por la vía del guiño al espectador. Un guiño que podría pasar desapercibido para los espectadores menos atentos en su primera y fugaz aparición cuando, durante una animada fiesta, Mary (la amiga de Allerton) usa una pistola de juguete para intentar tumbar un vaso sobre la cabeza de un chico… Pero que es un guiño imposible de no captar en la ensoñación onírica que cierra la película, cuando Lee dispara al vaso sobre la cabeza de un Allerton semi-desnudo.
Ambas escenas remiten a la muerte de la esposa de William S. Burroughs, Joan Vollmer. El 6 de septiembre de 1951, precisamente en Ciudad de México, Burroughs y Vollmer se encontraban en una fiesta (como la de la escena de Mary) en la que el primero se empeñó en probar que tenía la puntería de Guillermo Tell y que era capaz de acertar un vaso sobre la cabeza de su mujer. Como ocurre en la escena onírica final de la película, el escritor erró el tiro y acabó asesinando a su propia esposa.
Este homenaje, que sirve para entrelazar la película con la biografía del autor, contrasta poderosamente con todo un conjunto de licencias que alejan al «Queer» de Guadagnino de su versión original. A este respecto, destacan cuatro cambios que el director introduce en el film:
- William Lee (interpretado de forma fascinante y decadente por Daniel Craig) es mucho menos disfuncional. Es menos desastroso como ser humano y se suaviza mucho más su adicción a las drogas y al alcohol. Lo que, en consonancia, rebaja considerablemente el nivel de ridículo en el que el personaje de Burroughs cae a través de sus incontables «números» (es decir: performances de borracho y drogata). De hecho, el Lee de Guadagnino solo se permite un ridículo tan entrañable como la primera vez que saluda a su objeto del deseo y se comporta de forma extravagante pero graciosa.
- Eugene Allerton (Drew Starkey), por su parte, se muestra mucho más solícito ante los avances de Lee, le corresponde con mayor intensidad e incluso cuida de él en pleno síndrome de abstinencia. En comparación, el Allerton de Burroughs es mucho más arisco, desdeñoso y aprovechado.
- El episodio final en la selva cambia por completo. En el libro, el Dr. Cotter despacha a Lee y Allerton sin que estos lleguen a probar el yagé (ayahuasca). En la película, sin embargo, la Dra. Cotter no solo les proporciona la droga, sino que les guía en un ritual que acaba siendo una de las imágenes más bellas que he visto nunca en una pantalla de cine.
- Tras el epílogo que Burroughs añadió en la publicación de «Queer» (un manuscrito realmente inacabado que nunca convenció a su autor y que intentó salvar con este parche a modo de epílogo), Guadagnino suma una especie de ensoñación onírica y surrealista que sirve a la vez de síntesis de la historia y de apertura de los sentidos hacia todos los tiempos posibles (pasado, presente y futuro) en todas las dimensiones existentes (la real, la cinematográfica y la literaria). Una ensoñación que, de hecho, sintoniza particularmente bien con el Lee de «El Desayuno Desnudo».
El «Queer» de Luca Guadagnino

¿Por qué, tras varios ejemplos de lealtad a materiales ajenos, se lanza entonces Guadagnino a practicar cambios tan sustanciales sobre el «Queer» primigenio? Obviamente, aquí vamos a entrar en el terreno de la conjetura pura y dura. Pero mi percepción es que de la novela de Burroughs pueden desprenderse diferentes lecturas… y que el director introduce todos estos cambios para clarificar su propia lectura del texto original. Algo, por otra parte, totalmente comprensible y (mucho más que) respetable.
Porque el «Queer» de Guadagnino ya existe dentro del «Queer» de Burroughs, pero el realizador lo extrae cuidadosamente, lo pule, lo abrillanta, lo mima y se lo entrega delicadamente al espectador. Al fin y al cabo, nunca hubiera dicho yo que «Queer» fuera una historia de amor. En mi primera lectura de la novela, mi impresión fue más bien que ese amor era una ilusión, un capricho, una malformación de un deseo desfigurado por la acción de la adicción y el mono. Pero, ojo, porque la historia de amor está ahí.
De la misma forma que también está la obsesión de Lee con las drogas (ayahuasca, heroína, alcohol, lo que sea) como herramienta para desbloquear su objetivo último: trascender su propio cuerpo. Lo que ocurre es que, en la película, Luca Guadagnino limpia y refuerza las líneas que unen estos dos puntos: la historia de deseo / amor y la voluntad de abandonar el propio cuerpo (trascender). Una voluntad que se subraya con algunas de las imágenes más bellas de la película (Lee desdoblándose para acariciar a Allerton en el cine) y, sobre todo, con una frase que se repite dos veces: «I’m not queer, I’m disembodied«.
Voy a ir más allá todavía: la obsesión por el deseo / amor y la voluntad de trascender se tejen la una con la otra para obtener como resultado una nueva ansia, la de conectar a un nivel profundo y espiritual, la conexión última con nosotros mismos, con todo lo que nos rodea, con el universo… pero, sobre todo, con otra persona. Así queda claro en el gran cambio de este «Queer»: el momento en el que el yagé hace que los cuerpos de Lee y Allerton se fundan hasta el nivel de que uno pueda meter literalmente las manos por debajo de la piel del otro, hasta que desaparecen en la absoluta nada.
Al final de «Call Me By Your Name», el padre de Elio advierte a su hijo del peligro de quemarse sentimental para evitar el dolor emocional: cuando pasas de los 30 años, dice, queda tan poco en ti para compartir con los demás que acabas siendo invisible, que nadie se fija en ti como pareja potencial. Como todo maricón con más de 40 años, Lee es invisible. Sobre todo para alguien como el efebo Allerton. Y esta desesperación por conectar hasta el nivel de caer en el ridículo tiene mucho que ver con «Queer» como retrato de la realidad de la homosexualidad adulta (una cara más de la homosexualidad que Luca Guadagnino suma a todas las que ya ha retratado).

No es casual, entonces, que el final de «Queer» sea inverso pero paralelo al de «Call Me By Your Name». Allá, el adulto Oliver huía del amor del adolescente Elio en una traición dolorosamente cobarde. Aquí, es Allerton el que, impelido probablemente por su juventud e inexperiencia, huye de Lee incluso después de que la Dra. Cotter le advierta que los dos amantes han abierto una puerta hacia lo trascendental, hacia la conexión última, y que de él depende cruzar la puerta o apartar la mirada y caminar hacia otra parte. Allerton camina hacia otra parte. Y, al hacerlo, condena a Lee a la soledad del maricón adulto. Drogadicto. Alcohólico. Y ridículo.
Para reforzar lo dicho, Luca Guadagnino añade otra nueva licencia hacia el texto original en una escena onírica final que es pura simbología onírica: el hotel en el que Lee duerme aparece de pronto dentro de la habitiación del protagonista, y este no puede evitar la curiosidad de mirar dentro. La cámara pasa entonces al interior del edificio, donde vemos a Lee observado por el ojo gigante de Lee en la ventana mientras abre la puerta de su propia habitación y se encuentra con una serpiente de coral, símbolo tradicional de transformación, enroscada sobre sí misma en forma de lemniscata (es decir: el signo del infinito) deborando trágicamente su propia cola con un ojo inexpresivo del que cae una lágrima.
Como si la serpiente estuviera llorando porque es incapaz de dejar de hacerse daño a sí misma… Es entonces, sin embargo, cuando Lee dispara al vaso sobre la cabeza de Allerton pero falla el tiro. Y es entonces también cuando el tiempo (que nunca ha existido en esta escena onírica) da un salto mortal hacia adelante hasta el momento de la muerte de Lee, cuando recuerda y revive el momento en el que, para calmar el mono durante su viaje conjunto, compartiendo cama, Allerton pasó su pierna desnuda sobre las piernas de su tembloroso amante. Un gesto minúsculo en intención… pero tan gigantesco en emoción que le acompaña hasta su tumba.
Cada uno es libre de leer esta escena como quiera, pero yo no puedo dejar de leerla como una recapitulación en la que Luca Guadagnino sintentiza todo lo que ha pasado y todo lo que pasará: la serpiente llorando en forma de lemniscata encarna el dolor de repetir infinitamente los mismos errores, los mismos dolores. Un eterno retorno en el que estamos destinados a revivir los momentos más dolorosos (el asesinato figurado de Allerton / el asesinato real de la mujer de Burroughs)… pero también un eterno retorno en el que los momentos más dulces, aunque fugaces, también edulcoren la tragedia final de la muerte.
Un eterno retorno que aboca al hombre heterosexual adulto a la soledad trágica y eterna con el único calor del recuerdo de los momentos fugaces que conseguimos arrancarle a la vida, a los otros, por mucho que nunca llegáramos a cruzar la puerta que, juntos, debería habernos llevado hacia la trascendencia última.
Sinceramente,
Raül De Tena