Hablemos de los armarios de “Maspalomas”

“Maspalomas”, el precioso (y un poco desarmante) film de Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi, es la demostración definitiva de que para la comunidad gay siguen existiendo los armarios… Lo que pasa es que hemos acabado por elegir meternos en armarios grandes, llenos de gente y bien equipados.

“¿Maspalomas es el lugar donde tú te has liberado o donde te has escondido? ¿Es realmente el sitio donde sales del armario es un armario gigantesco donde refugiarse a gusto?”, pregunta Jose Mari Goenaga en la entrevista que Laura Pérez le hace para el número de octubre de la revista Fotogramas con motivo del estreno de “Maspalomas”. Una película, por cierto, que viene firmada por Moriarti, que no es otra cosa que el trinomio que Goenaga forma junto a Jon Garaño y Aitor Arregi. Y aquí supongo que se impone una aclaración a este respecto.

Moriarti son los responsables de películas tan dispares como “Loreak” (2014), “Handia” (2017), “La Trinchera Infinita” (2019) y “Marco” (2024), además de la serie “Cristóbal Balenciaga”. Esto lo sabemos todos. Lo que yo no sabía, sin embargo, es el método de trabajo del trinomio: dos de ellos se centran en la dirección de una película en la que uno, de hecho, suele llevar la voz cantante; y, mientras tanto, el tercero se dedica a preparar el siguiente proyecto conjunto.

Esto vendría a explicar la mencionada disparidad de sus proyectos. Y es importante entender esta peculiaridad para comprender que, al final de todo, y por mucho que venga firmada por Moriarti, “Maspalomas” es algo así como una película de Jose Mari Goenaga con el soporte estrecho de Arregi. Y no sé cómo se repartieron el trabajo en sus inicios, pero a mí me parece que el intimismo de esta nueva cinta tiene mucho más que ver con la sensibilidad a flor de piel de “Loreak” que con el maximalismo que han ido alimentando desde “La Trinchera Infinita”.

Pero volvamos a lo que me interesa, que no es otra cosa que la cita de Goenaga con la que se abre este texto. Una cita que me parece esclarecedora precisamente porque, al salir del cine, en mi cabeza no paraba de resonar una escena que sintetizaba a la perfección de qué va la película. En esa escena, el protagonista charla con el dueño de un bar de maricones que le dice que no puede quejarse porque él vive en el enclave maricón de Gran Canarias. A lo que el prota responde: “¿Qué te crees que es Maspalomas? Un armario, pero más grande”. Y el barman replica: “Pero por lo menos es un armario bien equipado… y lleno de gente”.

Y de eso va el film: de cómo, por muchos logros legales y sociales que desbloqueemos, por muchos espacios que conquistemos, por mucha normalidad que consigamos, los armarios siguen existiendo, solo que han cambiado de tamaño. Goenaga y Arregi, además, abordan esta reflexión con una historia concreta: la de un hombre homosexual de 75 años que, en el tránsito entre un armario grande (Maspalomas) y otro pequeño (San Sebastián), acaba resignificando y redefiniendo una identidad que la vergüenza y el miedo le habían impedido afrontar de forma genunina.

Así que hablemos de los dos armarios de “Maspalomas”.

Maspalomas, de Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi (Moriarti)

Curiosamente, la mayor parte de la película no transcurre en el lugar que da título a la misma, sino en San Sebastián. En concreto, en un armario pequeño que tiene la forma de una residencia de ancianos a la que Vicente (podría dedicar otro artículo tan solo a hablar de lo inconmensurable de la interpretación de José Ramón Soroiz) va a parar para recuperarse después de tener un ictus en Maspalomas. Tras una apertura vertiginosa en la que este hombre de 75 años vive su vida con plenitud en la isla canaria, Vicente es trasladado contra su voluntad a una residencia de ancianos en el País Vasco.

Su hija Nerea (Nagore Aranburu) no puede hacerse cargo de él, ya que vive en un pequeño apartamento en el que se las ve y se las desea para sobrevivir como madre soltera. Pero nunca vemos ese apartamento y, de hecho, lo primero que contemplamos después de la visita con el médico tras este abrupto cambio de espacio, es a padre e hija en la nueva habitación de él, encuadrados en un plano achicado por los laterales de la puerta de salida. Encorsetados. Queda sugerido el tránsito hacia un espacio más pequeño, tanto física como figuradamente. Los colores se apagan casi por completo y priman las paletas de grises y azules apagados. El tiempo se ralentiza.

En este nuevo contexto, Vicente decide meterse de nuevo en el armario y no explicar a nadie que es gay. Sobre todo, después de un primer día cargado de red flags que le hacen pensar que su nuevo entorno es hostil. El entorno, de hecho, se ve representado por Xanti (Kandido Uranga), su compañero de habitación que se alegra por el ascenso de Vox (estamos, ojo, a finales de 2019), que llama “chinita” a una de las asistentes y que le aconseja a Vicente que cambie de asistente porque le ha tocado uno marica.

Dentro de este armario pequeñito, aunque sea por decisión propia, el protagonista de “Maspalomas” demuestra que, como él mismo dice en cierto momento, el ser humano se adapta a cualquier cosa. Él mismo se adapta a vivir de nuevo en el armario, por mucho que Goenaga decida no centrarse en las sombras y prefiera arrojar luces divertidas (el uso del Grindr incluso durante la convalecencia), melancólicas (la Noche Vieja entre viejos con familias que no se dejan achantar porque sus familias no se los hayan llevado de celebración), mariconas en su justa medida (la escapada nocturna del protagonista que hace recalada en un bar gay vaciado por las apps y en una sauna antes de volver a la residencia)…

Pero, sobre todo, esa acechante oscuridad se ahuyenta con luces de ternura. Una ternura que es el abono de un doble crecimiento por parte del protagonista. Por un lado, está la ternura que se desprende de la aceptación e inserción del entorno hostil por la vía del camuflaje, de nuevo metaforizada en su relación con Xanti. Una tierna camaradería crece entre estos dos personajes desde sus primeros encuentros, con Xanti pidiéndole que agarre su brazo con la mano “mala”, hasta ese final en el que Vicente incluso se mete en la cama con él para darle calor.

Maspalomas, de Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi (Moriarti)

Es esta una camaradería bonita… pero triste, como atestigua una conversación en la que Vicente le agradece a Xanti por ser como es y, cuando este le responde que el sentimiento es mutuo, que a él también le gusta la forma de ser de su amigo, este cierra la conversación con un tajante “eso no es verdad”. La relación de estos dos personajes tiene mucho del “diálogo con el enemigo” al que tan acostumbrados estamos en la comunidad LGTBIQ+, y se cierra con la micro-derrota de saber que, aunque acabes apreciando sinceramente a ese enemigo, habrá sido a costa de que él no conozca la verdadera versión de ti mismo.

La segunda línea de crecimiento de Vicente tiene que ver con su hija. Es esta una relación basada en un respeto mutuo que se cristaliza en distancia (física, emocional) y silencios. La única relación posible después de 25 años de desconexión provocados por la salida del armario del padre y su exilio a Gran Canarias. De nuevo, Nerea no conoce al Vicente de verdad porque este solo ha existido en Maspalomas… Pero, poco a poco, por los resquicios que se van abriendo en el armazón de la frialdad a través de los momentos compartidos, también de los no compartido (el nieto desconocido), se irá colando un aire fresco capaz de renovar el espacio que ambos habitan.

No es de extrañar que, en una escena desarmante, Vicente se rompa y acabe pidiendo perdón a la hija por haberse alejado de ella, incluso antes de salir del armario, espantado principalmente por el miedo y la vergüenza tan típicos de cualquier persona armariada. Al final, a través de las conversaciones con su hija pero sobre todo después de la conversación con la psicóloga del centro, el protagonista se da cuenta de que ha vuelto a envolverse en ese miedo y esa vergüenza para sobrevivir en una residencia en la que, lo tiene claro, nunca podría ser él mismo de forma abierta.

Aun así, queda la esperanza de que, una vez decide volver a Maspalomas, algo haya cambiado en sí mismo, en su vida y en la relación con su hija… Al derribar los muros que construyó a su alrededor y permitir que Nerea acceda a él (al pedirle perdón, al abrirse en canal, al por fin preguntarle por su nieto), brota la esperanza de que, esta vez, Vicente no huya para dejarlo todo atrás, sino que más bien se traslade a un espacio seguro sabiendo que atrás deja un espacio familiar que revisitará y seguirá explorando.

Maspalomas, de Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi (Moriarti)

Curiosamente, este armario grande de Maspalomas es el que menos espacio y tiempo ocupa en la película: tan solo en los márgenes alcanzamos a ver (y sentir) esta especie de Arcadia que, sin embargo, ayuda a significar todo lo que Vicente vive en el armario pequeño de San Sebastián. Un Arcadia de colores vivos, variados e intensos, casi furiosos, en una pelicula en la que los colores (los maricones, simpre definidos por nuestros colorines) son tan importantes.

Maspalomas es un lugar construido sobre un arcoíris que desaparece sin dejar rastro cuando el protagonista entra en la residencia de ancianos. Una vez recluido, los colores solo emergen débilmente de vez en cuando en las camisas que Vicente esconde bajo otras capas de ropa mucho más neutras, de tal forma que solo alcanzamos a ver el cuello o los puños. Una vez sale del armario con la psicóloga y, ante el batacazo experimentado, incluso la camisa coloreada que por fin viste sin capas superpuestas luce triste en el entorno gris y azul, incapaz de contagiar un mínimo de alegría a un espacio que nunca será capaz de entender las vidas de colorines.

Ante esta imposibilidad de un futuro genuino en San Sebastián, Vicente regresa a la Arcadia de Maspalomas, ese lugar tan bien representado como síntesis maricona en el vertiginoso arranque del film. Es en esa apertura cuando conocemos la situación del protagonista (se ha separado de alguien que, al parecer, le mantenía) pero, sobre todo, cuando se despliega la locura del cruising en las dunas, los bares de playa, el cancaneo con las amigas, las noches de Yumbo, el Winter Pride, el sex club… Todo cebado por una música que rara vez escuchamos en la residencia y embellecido por el arcoíris del Orgullo, el azul de la playa, el amarillo de la arena, el rojo pasión del club de sexo.

Maspalomas, de Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi (Moriarti)

Es este armario grande en el que Vicente puede vivir con su familia elegida: ese amigo que le brinda su casa, que le llama mil veces a la residencia aunque el otro se niegue a hablar con él y que finalmente le vuelve a acoger en su regreso a Maspalomas. Es este un espacio seguro donde sentirse deseado pese a su avanzada edad y donde puede expresar su deseo sin miedo ni vergüenza. Un espacio en el que solo hay verdad, como esa última escena de Vicente cruzando toda una duna para mantener un charla con un buenorro en la que hay más autenticidad que en todo lo vivido en el armario pequeño.

“Siempre que pienses esto de alguien, díselo”, le aconseja Vicente al chaval después de decirle lo guapo que es. Y, cuando ambos se separan y el protagonista se mete en pelotas en la playa al ritmo de Franco Battiato, es imposible no sentir que algo tan sencillo como charlar con un desconocido al que le acabas diciendo lo guapo que es está a años luz de lo que podría haberse permitido hacer en San Sebastián. De lo que se permitió hacer con Xanti, por ejemplo. Porque los armarios siguen existiendo. Y jodiéndonos la vida. Así que es totalmente normal que acabemos eligiendo los armarios más grandes posibles. Y mejor equipados. Y llenos de gente, claro.

Sinceramente,

Raül De Tena

Sobre el autor

Raül De Tena

Al ponerme a escribir esta bio me he dado cuenta de que, así, a lo tonto y como quien no quiere la cosa, llevo más de veinte años escribiendo sobre temas relacionados con la música, la moda, el cine, la literatura, la cultura en general. Siempre he escrito muy sinceramente... Pero, ahora, más todavía.

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