El imperialismo cultural yanki ha llegado a un punto insostenible… Y este artículo es un llamamiento a que nos organicemos para combatirlo, abrazar la cultura local y poner fin al avasallador intento de dominación cultural por parte de Estados Unidos.
Hace ya muchas semanas que me ronda por la cabeza la idea de escribir esta columna de opinión. Y, curiosamente, el sentimiento de urgencia por publicarla cuanto antes mejor no vaya a ser que se le pase el arroz es algo que no he sentido en ningún momento. Más bien al contrario. Cada nuevo día que pasa añade nuevas capas de sentido a lo que quiero dejar aquí por escrito gracias a la cultura del shock con la que Donald Trump está electrificando el sistema informativo internacional.
La primera vez que se me pasó por la cabeza una idea primigenia de esta columna fue precisamente cuando Trump resultó elegido presidente de los Estados Unidos y yo decidí practicar la disociación absoluta pensando: “Lo siento, pero EEUU hace mucho tiempo que dejó de ser el centro del mundo, así que no voy a convertir en el centro de mi mundo algo que me queda tan lejos”. Lo que ocurre es que, decreto a decreto, la administración de su gobierno se ha ido empeñando en convertirse en el centro del mundo hasta que lo ha conseguido al forzar una crisis económica con su absurda política arancelaria.
Repito: la idea de esta columna viene de lejos, pero acabó de definirse hace algunos meses cuando charlaba por WhatsApp con un amigo estadounidense que no paraba de quejarse de lo mal que lo estaba pasando viendo lo que estaba ocurriendo en su país por culpa de que la gente es estúpida. “Creo que la dialéctica de que la gente es estúpida es parte del problema de una izquierda que ha alienado a ciertos sectores de población a base de una superioridad moral que no nos lleva a ningún sitio”, le dije con palabras menos rimbombantes, claro. “No tienes ni idea porque el que vive aquí soy yo”, me dijo antes de cortar la conversación enfadado.
Y no quiero decir que todos los estadounidenses sean iguales, pero muchos de los que yo conozco comparten ciertos rasgos de comportamiento que, de hecho, son los que han permitido que me lleve tan bien con ellos. Me refiero a ese avasallamiento en el que no solo suelen dan por supuesto que debes hablar su idioma (el inglés), sino que también debes conocer a los actores y las pelis y las series y los discos y los artistas y los libros y los cómics de los que te hablan. Ahí está la trampa: por lo general, los conozco. Y eso hace que me respeten (pero sin pasarse, que “no tengo ni idea” cuando se trata de opinar de su país).
Lo curioso es que lo descrito en los párrafos anteriores no es nada nuevo bajo el sol: es un imperialismo cultural de diccionario que parece darle derecho a los estadounidenses para pensar que da igual si aquí estamos pasando una dana o una crisis de la vivienda, porque lo importante es que les prestemos atención a ellos, que estemos pendientes de ellos, que simpaticemos con ellos y les escuchemos y nos preocupemos… Que nos callemos, nos sentemos y les escuchemos pontificar sobre todo porque, por otra parte, es lo que siempre hemos hecho.
A lo que yo digo: ya basta. Porque los sucesos actuales han revelado que la sombra que proyecta el imperialismo cultural yanki siempre fue amenazante e insidiosa. Pero, en estos días, lo es mucho más. Aunque supongo que, antes de seguir con este tema, será necesario que defina qué quiero decir cuando hablo de “imperialismo cultural”.
¿A qué me refiero con “imperialismo cultural”?

Porque resulta que el imperialismo cultural es un concepto que está sobre la mesa desde la década de 1940 gracias a la Escuela de Frankfurt y su marco de la Teoría Crítica (no te caigas de este artículo, por favor, porque te prometo que no voy a deslizarme pendiente abajo hacia la teorética de grandes palabras, sino que voy a intentar que sea lo más accesible posible). Un puñado de teóricos como Theodor Adorno, Herbert Marcuse o Walter Benjamin tomaron como base el concepto de hegemonía dominante de Antonio Gramsci, quien investigó cómo las élites dominantes utilizan la cultura y los medios para “forzar” a las clases subordinadas a que acepten sistemas que no les benefician.
La Escuela de Frankfurt, por su parte, se dedicó a analizar cómo la industria de la cultura y los medios de comunicación de masas perpetúan la ideología dominante. El punto de partida de sus teorías fue revolucionario al asentar que la cultura no solo refleja un conjunto de estructuras económicas, sino que también sirve como herramienta para imponer ideologías y valores. Y es aquí cuando podemos empezar a hablar del imperialismo cultural yanki.
Al fin y al cabo, Estados Unidos lleva más de un siglo practicando una verdadera dominación que trasciende lo económico y político y que penetra directamente en las estructuras culturales de países de todo el mundo. El modus operandi de esta dominación pasa por la exportación de productos culturales (películas, música, moda, tecnología, etc.) que implantan una ideología y unos valores. Más todavía: promueve una homogeneización de la cultura basada en el canon yanki que amenaza frontalmente a las ideologías y las culturas locales.
Tradicionalmente, se ha considerado que existen tres grandes mecanismos de dominación cultural. Los medios de comunicación y entretenimiento han sido altavoz para hacer deseable el American Way of Life, ese modelo basado en el consumismo, el individualismo y la competitividad que, de paso, presenta a las culturas locales como “atrasadas” en caso de que no opten por la adopción de los valores yankis. El imperialismo lingüístico que convierte el inglés en lengua global ayuda a que la cultura estadounidense fluya hacia otros territorios. Y, por último, la manipulación ideológica redefine narrativas históricas y políticas para justificar agresiones (por ejemplo: la invasión de Panamá justificada como lucha contra el narcotráfico).
¿Y cuáles son los principales impactos del imperialismo cultural yanki? Para empezar, la buscada homogeneización cultural en la que los valores occidentales destruyen las tradiciones locales en pos de una deseada “modernidad”. Pero también una desigualdad económica en la que los mercados culturales locales son “capturados” por las grandes corporaciones estadounidenses; y, de forma más subrepticia, una alienación social surgida del choque frontal entre la “libertad individual” que ensalza la cultura yanki pero que realmente enmascara las desigualdades estructurales del capitalismo.
Hasta aquí, una (brevísima) síntesis del imperialismo cultural yanki que obliga a preguntar: pero, entonces, ¿ahora mismo en qué punto nos encontramos en España?
El estado de cosas

Curiosamente, es necesario apuntar que la cultura española (o, por lo menos, algunas de sus áreas) hace tiempo que inició un cierto proceso de emancipación de la narrativa del imperialismo cultural yanki. O que, de hecho, nunca se dejó permear por sus herramientas de dominación. Hablemos de tres grandes industrias culturales patrias para entender lo que estoy diciendo.
La industria literaria parece la más impermeable a las tendencias estadounidenses. Tanto si tomamos los libros más vendidos del pasado mes de marzo como si miramos en retrospectiva hacia junio de 2024 (mes en el que mucha gente compra libros para las vacaciones) o abril del año pasado (Sant Jordi / Día del Libro), el resultado siempre es el mismo: dominan los autores españoles e hispanoparlantes. La primera conclusión es que a los españoles nos gusta leer historias en las que podamos vernos directamente reflejados. Pero también hay que reconocer que el lector medio, tanto por su capacidad crítica como por su situación socioeconómica, no es el más manipulable por las tácticas del imperialismo cultural yanki.
Así que a otra cosa… Ahora vamos con una industria un poco más compleja: la musical. Me voy a guiar aquí por las listas de ventas publicadas en Jenesaispop porque me parece el lugar perfecto para tomarle el pulso a las tendencias del momento. Un repaso a los nombres que han encabezado estas listas en los últimos tiempos pone sobre la mesa a artistas como Ariana Grande, Lola Indigo, Delaossa, Quevedo, Selena Gomez, Rigoberta Bandini, La Bien Querida, Aitana, Bad Gyal, Lady Gaga, Juanjo Bona, Sabrina Carpenter, Kendrick Lamar, Bad Bunny, Duki… En esta ocasión, el listado parece mucho más equilibrado, ¿verdad?
Pero hay que tener en cuenta un par de cosas sobre la industria musical. La primera es que, por mucho que en los 90s y los primeros 2000s nos rebozáramos plenamente en todo lo que nos vendía el imperialismo cultural yanki, hubo cierto momento en el que todo cambió. Y esto ocurrió, de hecho, gracias a uno de los géneros más denostados por los críticos más añejos: el reggaetón. Su implantación como género dominante no solo ha supuesto una descentralización del inglés como idioma musical global, sino que también ha supuesto una implantación de valores (morales y sexuales, a veces retrógrados pero no siempre) que desde la cultura yanki predominante no paran de etiquetar como problemático. Fácil saber por qué.
Otra cosa a tener en cuenta sobre la industria musical es que las nuevas generaciones, esas que han decidido qué molaba a partir de la segunda década del siglo 21, no se han dejado engatusar por la dominación cultural yanki y han detectado clarísimamente que la realidad que les estaban intentando vender poco a nada tenía que ver con la suya. De aquí viene el éxito de lo “urbano” como espejo en el que las nuevas generaciones se han visto reflejadas y que ha implicado un hiper-localismo realmente gozoso. ¿Conclusión? Hay esperanza para una industria cultural en la que Ariana Grande y Sabrina Carpenter conviven con Lola Indigo y Bad Gyal.

Pero, entonces, aterrizamos en la industria más problemática de todas: la audiovisual. Y es que, en este caso, hay muchas (demasiadas) cosas a tener en cuenta… Empecemos por lo básico: hay que bajar hasta el puesto 14 de la lista de las películas más vistas en cine en este año 2025 (según Taquilla España) para encontrar el primer título español (“Wolfgang”) y, de hecho, entre los primeros 50 puestos, solo 10 entradas pertenecen en películas de producción propia. Y un panorama muy similar se puede contemplar en el top de 2024.
También es cierto que, a día de hoy, las plataformas de streaming han hecho que la taquilla sea prácticamente irrelevante. Y, teniendo en cuenta que la mayoría estas plataformas se muestras deliberadamente opacas a la hora de compartir los números de sus audiencias, resulta prácticamente imposible determinar qué ha sido un éxito en el último año y qué no lo ha sido. Pero atendamos entonces a otra métrica diferente: los eventos audiovisuales que nos han “vendido” desde la industria. Aquí la cosa se pone interesante.
“La Sustancia“, “Wicked”, “Anora”, “Del Revés 2”, “Deadpool y Lobezno”, “Gladiator II”, “Dune: Parte Dos”, “Nosferatu”, “Longlegs”, “Mufasa: El Rey León”, “The Brutalist” y “Blancanieves” han sido grandes eventazos que hacen palidecer a estrenos españoels como “La Infiltrada” (un grower más que un shower), “El 47”, “Wolfgang”, “Marco” o “La Casa en Llamas”. Y en las series ni voy a entrar porque, en ese terreno, la fragmentación es tan bestia que es imposible hacerse una idea de qué es un éxito real y qué es un éxito tan solo dentro de la burbuja de cada uno.
Además, en lo tocante al audiovisual, hay otro factor diferencial con respecto a la literatura y la música: incluso las pelis y las series que triunfan, lo hacen adaptando el canon yanki. Hace unos días, por ejemplo, me sorprendía leer esta reseña de “Una Ballena“, el film de Pablo Hernando, en la que Andreu Marves escribe lo siguiente: “Es raro en este país ver una obra de género que no haya sido creada como remedo de un filme extranjero de moda, sino que surja de la visión intransferible de un cineasta con un conocimiento profundo de la tradición en la que trabaja”. Raro, no. ¡Rarísimo!
Y es que hay que entender que el audiovisual es precisamente el frente de batalla en el que más tenemos perdido y en el que más deberíamos querer ganar. Porque es el frente de batalla final, en el que acaban convergiendo la literatura (como alimento de una maquinaria que necesita fagocitar historias constantemente) y la música (como forma de conectar con determinados segmentos de la audiencia). El cine y las series son los amplificadores más poderosos del American Way of Life. Y es ahí donde estamos bien jodidos.
Mi estado de cosas

Llegados a este punto, resulta esclarecedor pasar de lo macro (el panorama general abordado en el apartado anterior) a lo micro (yo mismo como caso de estudio). Y podría empezar desgranando las listas de lo mejor del año que cada temporada hago para la Rockdelux, pero es que lo puedo resumir de la siguiente forma: entre mis preferidos, siempre me salen 50 discos internacionales y, sin embargo, me cuesta llegar a los 20 nacionales. Lo mismo me ocurre con el cine y las series.
También es cierto que mi caso es un poco particular. Como periodista cuya educación sentimental tuvo lugar en los 90s y que se formó laboralmente en la primera década de este siglo 21, siempre tuve predilección hacia lo que venía de fuera porque eso era lo que le interesaba a los medios. En los albores de internet, las revistas de papel que fueron mi primera casa tenían como razón de existir traer hasta este país todo lo que estaba fuera. Ese era el factor diferencial: encontrar el nuevo hype de Chicago antes de que lo hiciera cualquier otro medio. Así que era más fácil que te compraran una entrevista con el grupo de Chicago antes que una con Astrud.
Los tiempos cambiaron, claro. Internet y las redes sociales hicieron que todo el mundo pudiera acceder a ese grupo de Chicago antes que los propios medios, empeñados en mantener un estatus cada vez más irrelevante porque la gente desconfiaba cada vez más de los prescriptores. Cuando todo el mundo es prescriptor, nadie es prescriptor. Los mencionados medios seguían empeñados en poner el foco en lo que ocurría fuera mientras el reggaetón y la música urbana reconfiguraban y resignificaban los intereses culturales de las nuevas generaciones hacia lo local.
Y ahí estuve yo muchos años hasta que Google Analytics hizo que medios y periodistas nos enfrentáramos a la verdad: nuestros lectores ya preferían leer la entrevista con ese grupo de Chicago en un medio de Chicago que disponía de mejor contexto para abordarlo. Y, de hecho, si publicabas una entrevista con ese grupo de Chicago, aunque fuera medianamente popular, probablemente obtendría muchísimas menos visitas que una entrevista con un grupo de un pueblo de la Catalunya rural que le ponía un gran cariño al noble arte de compartir el contenido en internet.
Pero veo que me estoy saliendo del tema… ¿Mi estado de cosas? Pues, básicamente, por mucho que el interés cultural ha ido gravitando su epicentro hacia lo local, yo seguía un poco empeñado en lo que se hacía fuera y, especialmente, en lo que se hacía en Estados Unidos, por pura inercia. Porque era lo que había hecho siempre. Hasta que, hace unos meses, Estados Unidos se empezó a revelar como el villano del nuevo siglo en vez de como el héroe que siempre ha vendido ser. Y eso lo cambia todo.
¿La solución?

En los últimos meses, de repente, me he visto escrutando detenidamente todo lo que consumo. Podría parecer gracioso que haya gente en redes sociales que le hayan declarado la guerra al imperialismo cultural yanki de formas tan creativas como repasando todos los estantes de la nevera y tirando a la basura cualquier producto estadounidense. Y digo que podría parecer gracioso pero, en verdad, no lo es tanto. Porque esto mismo es lo que estoy haciendo yo con toda la cultura que consumo.
De repente, me he forzado a escuchar menos música yanki, lo que es un problema porque suelo ponerme discos mientras trabajo y necesito que sean en cualquier idioma menos en castellano porque, si no, me distraigo. Pero de repente estoy escuchando más música europea, japonesa e incluso africana. De repente, estoy intentando que el audiovisual español sea la norma y no la excepción tanto en películas como en series. Y lo mismo con mis libros y mis cómics.
De repente, en definitiva, estoy intentado luchar contra el hype estadounidense. Lo que resulta francamente jodido porque la maquinaria cultural yanki ha perfeccionado de forma sublime el arte de crear hypes y, por lo tanto, de hacer caer sobre tí la sombra del FOMO no vaya a ser que te pierdas eso de lo que habla todo el mundo en redes sociales, ya sean las entradas para la gira de Lady Gaga o el éxito de “The White Lotus” en Max. Mi estrategia, además, pasa por dedicarles menos espacio en mis redes a todos estos hypes yankis e intentar espolear la conversación alrededor de hypes procedentes de otros lugares.
El objetivo final, eso sí, no debería pasar solo por substituir los hypes yankis por los hypes patrios. Ni mucho menos. El objetivo debería ser que los hypes patrios no fueran una mera reproducción de los temas, la moral y los valores estadounidenses, sino que giraran en torno temas, moral y valores nuestros y solo nuestros. Ya basta de saber cómo funciona el sistema social, económico y político de EEUU: quiero saber cómo funciona el sistema social, económico y político de Dinamarca. O de Somalia. O de Tailandia. Pero de una Tailandia vista a través de ojos tailandeses y no a través de los ojos de los pijos de “The White Lotus”.
Vaya por delante, además, un mea culpa en el que admito que todo el mundo va aquí muy por delante de mí. Me da la impresión de que, al final de todo, en este artículo solo he dicho obviedades y que el español medio hace mucho tiempo que consume sobre todo cultura española. Pero, ante un panorama internacional como el que tenemos ahora mismo, me parece excusable incurrir en obviedades si eso significa que nos vamos a articular y mobilizar de forma deliberada y consciente para luchar contra el imperialismo cultural yanki.
Sinceramente,
Raül De Tena